La catedral, sede referencial de una diócesis rica y poderosa, se convirtió de forma temprana en un deseado espacio de enterramiento privado en busca de la redención de los pecados y el descanso eterno.
A partir del siglo XIV, coincidiendo con el embellecimiento progresivo de la catedral, ilustres familias y altos cargos eclesiásticos llenaron el interior del templo con la construcción de solemnes capillas que con el tiempo se convertirán en panteones familiares y en una muestra inequívoca de prestigio social. Junto a las grandes capillas habrá fundaciones más modestas y los monumentos funerarios. En cuanto a estos últimos, hay muchos documentados, pero que se hayan conservado, más bien pocos. Entre ellos conviene destacar el sepulcro del arcediano Berenguer de Barutell, el de Berenguer Gallart o el del obispo Ponç de Vilamur. Todos ellos responden a una misma tipología, en la que el sepulcro bajo arcosolio muestra la imagen yacente del finado acompañado del relieve funerario.
El claustro, e incluso la planta baja del campanario, se convirtieron igualmente en deseados espacios de enterramiento. Familias nobles como los Anglesola, los Oliver o los Castellolí, pero también maestros de obra, catedráticos, peleteros y mercaderes, se encuentran representados en capillas, lápidas y emblemas heráldicos.